Pregón al Santísimo Cristo de la Victoria 2025
Excelentísimos y Reverendísimos Señores Obispos,
Excelentísimo Señor Alcalde,
Queridas autoridades civiles, militares y religiosas,
Miembros de la Cofradía del Santísimo Cristo de la Victoria,
Viguesas y vigueses, amigos todos:
No hay mayor honor para un hijo de Vigo que poder poner voz al corazón de su ciudad. Ser nombrado pregonero del Cristo de la Victoria no es solo una gran distinción, sino una llamada a hablar desde lo más profundo, desde la raíz misma de lo que uno es.
Hoy, con emoción sincera, me presento ante vosotros no solo como vigués, sino como creyente. Como alguien que, aunque la vida le haya llevado hasta los muros del Vaticano y a responsabilidades de la Iglesia universal, no ha dejado nunca de mirar hacia esta tierra, hacia esta ría, hacia este pueblo que camina, cada primer domingo de agosto, con fe antigua y renovada.
Agradezco de corazón a la Cofradía esta confianza inmerecida. Me han llamado a pregonar lo que, en realidad, nunca ha necesitado ser proclamado. Porque al Cristo de la Victoria no se le celebra con discursos, sino con pasos lentos, rezos callados y promesas y peticiones sin palabras.
Por eso, este pregón es, en el fondo, una gran contradicción: poner voz a una devoción que vive en silencio, desde hace ya siglos, en el alma colectiva de esta ciudad.
Y, sin embargo, aquí estoy. Porque hay silencios que piden ser interpretados. Hay fidelidades, como las de miles de vigueses que todos los primeros domingos de agosto acuden a celebrar a su Cristo, que merecen ser agradecidas en voz alta. Hay misterios —como el de este Cristo — que, por más que se escondan tras una talla de madera, marcan el ritmo de una ciudad, el pulso de su historia, el alma de este pueblo marinero.
Nací en Vigo hace cincuenta y un años. Y, aunque lleve más años fuera de Vigo de los que he vivido aquí, hay cosas que uno nunca deja de ser. Ser de Vigo no es solo una cuestión de geografía. Es una forma de vivir entre el mar y la ciudad, entre los veranos de vida un poco asilvestrada en las playas y los inviernos rutinarios en la ciudad, entre los días de lluvia persistente —esa lluvia que solo los vigueses sabemos interpretar— y los días claros que nos permiten admirar las vistas que todos llevamos en nuestra memoria: las grúas de los astilleros, las bateas de la ría y sobre todo, las Islas Cíes al fondo como protección frente al mal tiempo, pero también como promesa de horizonte.
Crecí entre clases en el Colegio Apóstol Santiago, tardes en bicicleta o pescando cangrejos en playas con más roca que arena. Mi padre, que para cumplir al máximo con la tradición viguesa era marino y práctico, intentaba evitar, con cierto éxito hasta la adolescencia, que viniésemos a la ciudad en verano. Todavía hoy, cuando estoy de vacaciones en la playa, necesito encontrar una buena justificación antes de acercarme a la ciudad. Salvo un día, el primer domingo de agosto.
De ese día recuerdo los bancos llenos, las aceras abarrotadas, los tambores en la lejanía, y ese instante —repetido año tras año— en que el Cristo pasaba a nuestro lado.
De ser símbolo de resistencia de una ciudad marinera, el Cristo se ha convertido en un faro espiritual para vigueses que tenéis la suerte de vivir aquí, pero también para los que hemos emigrado. El Cristo nos acompaña. Nos une.
El Cristo de la Victoria no es solo una imagen sagrada. Es también identidad. Como las ostras de A Pedra, como el olivo, el Celta, o como la eterna defensa de nuestro microclima. El Cristo de la Victoria une a generaciones y nos recuerda con su cuerpo vencido y sus ojos cerrados, en una ciudad que siempre ha mirado al mar, que también es necesario mirar hacia dentro.
Desde hace ya casi 4 años, la vida me ha llevado hasta Roma, donde intento servir a la Iglesia en su dimensión más universal. Allí, en despachos donde confluyen lenguas de todos los continentes, uno se enfrenta cada día a lo complejo, lo estructural, lo global.
Y, sin embargo, en medio de esa responsabilidad que afecta a países en donde nunca he estado y con culturas tan diferentes que a veces son difíciles de comprender, lo que más ayuda es lo esencial. Lo concreto. Porque sin ello, la Iglesia universal pierde el alma. Y sin alma, todo se vuelve mecanismo.
El Papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti en el 2020 decía:
«Hace falta prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana. Pero también es imprescindible no perder de vista lo local, que nos hace caminar con los pies en la tierra.»
Lo universal nos da horizonte, pero lo local nos da raíces. Sin raíces profundas, la Iglesia no resistiría el viento del mundo. Cada cofradía, cada parroquia, cada devoción, es un pilar que sostiene el cuerpo entero.
La fe que late hoy en Vigo —en esta ciudad concreta, en esta devoción concreta— sostiene a la Iglesia entera.
Los últimos meses han sido especialmente significativos. La muerte del Papa Francisco, sin duda uno de los grandes pontífices de nuestro tiempo, nos marcó profundamente. Fue un Papa valiente, reformador, cercano. Su muerte dio paso, casi sin tiempo para digerir la noticia, a uno de los procesos más conmovedores que puede vivir la Iglesia: la elección de un nuevo Papa.
Hoy, el Sucesor de Pedro es un norteamericano, que ha escogido el nombre de Leone XIV como un guiño a León XIII, el gran Papa de la Rerum Novarum, que supo abrir la Iglesia al mundo moderno. No es solo una elección estética o anecdótica. En la tradición de la Iglesia, el nombre elegido por un Papa es una declaración de intenciones. Y León XIII fue un Papa intelectual, diplomático y reformista, que impulsó la renovación del pensamiento de la Iglesia apoyándose en Santo Tomás de Aquino y cuyo pontificado, el más largo del siglo XIX, marcó un giro conciliador hacia los nuevos tiempos, pero sin renunciar a la tradición.
Hay momentos en los que la historia se detiene un segundo, como si quisiera decirnos algo. Y a mí me gusta pensar que esto es lo que está sucediendo ahora mismo.
Porque en 1879, el Papa León XIII, el mismo del que el nuevo Papa ha elegido su nombre, firmó un decreto que afectaba directamente a nuestra ciudad. Ese decreto concedía indulgencia plenaria a los fieles que visitasen al Santísimo Cristo de la Buena Victoria —nuestro Cristo— el día de su festividad, y 50 días de indulgencia a quienes asistiesen a su Novena.
No es un detalle menor. En el siglo XIX, cuando la distancia entre Roma y las periferias era inmensa —no solo geográficamente, sino pastoral y culturalmente—, el Papa miró hacia Vigo, hacia esta devoción concreta, hacia este pueblo marinero del noroeste peninsular de apenas 16.000 personas que, con fe sencilla, caminaba tras una imagen de madera. León XIII, el gran Papa que inició la doctrina social de la Iglesia, se detuvo para bendecir una devoción popular y periférica, pero viva.
¿Cómo no sentir que, en medio de las enormes transformaciones del mundo, hay una continuidad profunda entre aquel gesto de hace casi 150 años y lo que sucede hoy? ¿Como no asombrarme al pensar que casi con total seguridad, alguno de mis antepasados obtuvo una indulgencia plenaria de León XIII por visitar al mismo Cristo al que yo hoy le leo este pregón por servir a León XIV?
Puede parecer casualidad. Pero la fe nos enseña que la Providencia no siempre actúa con estruendos, sino con detalles, con resonancias, con sintonías que solo se perciben si uno está atento. Y los que creemos, sabemos que Dios también habla a través de la historia.
Por todo esto, solo me queda una palabra sencilla, pero profunda: gracias.
Gracias a quienes, sin buscar reconocimiento, preparan la Novena, las flores, la música. A quienes cuidan cada detalle de esta fiesta con cuidado y con mezcla de fe y afecto.
Gracias a quienes, sin decir nada, acuden cada año con emoción y rezan, piden, reflexionan, porque como he tratado de explicar probablemente con poco éxito, dais sentido a mi trabajo.
Y gracias —sobre todo— al Cristo de la Victoria:
Porque sigues estando ahí, año tras año. Firme. Sereno. Cercano.
Porque en esta talla de madera hay algo de nosotros mismos, de nuestros antepasados y, si Dios quiere, lo habrá también de nuestros hijos y sus descendientes.
